sENCILLEZ
Estoy viviendo una especie de relación
simbiótica, en la que diariamente doy de beber a las ardillas, a las urracas e
incluso a las palomas. Ellas, a cambio de ese agua cristalina y vivificadora,
amablemente excretan sobre mí todo tipo de residuos orgánicos e inorgánicos.
Espiado desde el cobijo que prestan los
centenarios pinos. Las veo observarme realmente intrigadas mientras riego
desnudo los cuencos que he situado en sus atalayas.
Después realizo mi ronda habitual por las
terrazas provisto únicamente de una deshilachada escoba. Se trata de intentar
imponer un orden elemental al increíble montón de piñas y pinocha que arroja
con mecánica exactitud el bosque.
Esta colaboración inspirada en el Zen ha
permitido oxigenar mi fatigado espíritu, dejándome fluir ensimismado, en un
continuo trajinar de mochos, de bayetas y de mopas.
Creando un espacio interior de una inviolable
limpieza mística. Un santuario vegetal arbóreo. Un templo donde aprendo a
embellecer con mi incesante esfuerzo el anodino paso de las horas.
Absorto como estoy en mis higiénicas rutinas he
comenzado a vislumbrar el milagroso significado de respirar.
Nunca más un ocioso payaso confinado en su
civilizada jaula. Nunca más un urbanita condenado a la autodestrucción y la
neurosis. Ahora sé que toda la felicidad nos pertenece cuando entramos en
sintonía con el Cosmos.
Algo en el voluptuoso aire, en el susurro
vacilante del bambú, en el desplazamiento lateral del sol, en el errático
ascenso de las nubes, me habla de una existencia más pura, más noble, más
sencilla...